domingo, 16 de octubre de 2011

Anarquia, politicos y las fuerzas del porvenir

JOSÉ TOBÍAS BEATO [mediaisla]
 | JOSÉ TOBÍAS BEATO, dominicano, autor de Flete sin destino, 2010.-

Juan Pablo Duarte concibió una República que fuese independiente no sólo de Haití, sino de cualquier otra potencia. Su costo personal: el destierro, la miseria y el olvido de un pueblo demasiado preocupado por su pobreza y luchas intestinas

Hace años que Ortega y Gasset denunció que en el mundo entero la política, es decir, la supeditación de la teoría a la utilidad, había invadido por completo el espíritu. Y ello había traído como consecuencia una sociedad práctica, que recrea  una cultura de medios, en la que no importan los fines últimos. De ahí que plantease la necesidad de enfrentar esa cultura de medios con una cultura de postrimerías.

No desdeño la política; nada de eso. La política, en tanto fuerza que contribuye a la organización de la sociedad, que cristaliza en el Estado, es sana y necesaria. Pero, de lo que se trata es de jerarquizar esta actividad para devolverle su verdadera consideración como fuerza espiritual secundaria, en tanto que depende de otras más internas y primarias. “La vida pública no es sólo política, sino, a la par y aún antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar”, decía el meditador de El Escorial en su libro La rebelión de las masas.

Nuestra hermosa media isla no ha sido excepción al fenómeno. El político es la figura social número uno, y la política la forma de ascenso social más habitualmente socorrida en los últimos setenta años. Tenemos, por ejemplo, una larga lista de héroes, honrados con calles, parques, escuelas, que en muchos casos, rebeldes por morbo, luchaban y luchan contra todo, sin especificar clara y distintamente el objetivo perseguido, diluido éste las más de las veces en acciones sin sentido o en una infinita y hueca palabrería: pura charlatanería que ha terminado desprestigiando las palabras teoría, política y hasta la función del intelectual. Pero el tiempo y la historia nos muestra su bien guardado secreto: se trata del ascenso social, de los intereses de individuos o de pequeños grupos que entran en abierta contradicción con los intereses del país. Más lejos aún: desde hace buen rato hemos perdido la categoría de nación, por causa de que estos grupos impiden vertebrar objetivos nacionales, precisamente.

El imperio de la norma no es tradición, más bien es lo contrario: sustituimos la ley por el capricho cada vez que los intereses del caudillo o de los pequeños grupos en el poder así lo determinen. Entonces se crean coyunturas donde el engaño y la mañosería hacen pasar por genio al que no es sino un hábil tramposo.

Sin un período social que hiciera predominar una ideología aglutinante; sin clases sociales definidas, más bien embrionarias. Sin un siglo de las luces, que permitió el desarrollo sin par de Europa y hasta de los mismos Estados Unidos, al establecer estos en 1787 su contrato social, racionalmente convenido: la constitución americana fue realizada en una reunión en Filadelfia, que duró desde mayo hasta septiembre del referido año, es decir, cuatro largos meses, y a la cabeza de esa convención estaban hombres de talento indudable, capaces de mirar muy lejos. Muy distinto es nuestro caso: en unos cuantos días nuestros sabios, honorables y bien intelectualmente preparados congresistas logran enmendar, remendar y yuxtaponer la constitución, con artículos muchas veces ambiguos, para tener siempre una puerta de escape por si acaso la situación, más adelante en el tiempo, cambia y, lo acordado en letra y, sobre todo en espíritu, perjudica o lastima.
Ha pasado largo tiempo desde que éramos gobernados por burócratas españoles con ansias de nobleza (en esos tiempos, en abierta contradicción a la colonización anglosajona, hasta los labradores recién llegados de España, rehuían de “tal nombre y obras y no quieren ser labradores, sino caballeros”). Entonces como ahora se rehúye del trabajo manual, pero se busca el cargo, precedido de un señor título: licenciado por aquí, doctor por allá, ingeniero, por favor pase. Casi todos incapaces de mantener una conversación lógica por más de dos minutos, y digo mucho.

Y así pasamos de la brillantez inicial de la colonia La Española, a la quiebra de la economía basada en el oro, luego de la caña de azúcar y en otros productos agrícolas menores, incluida la ganadería. El descubrimiento y conquista de tierra firme, la presencia de bucaneros y filibusteros, las despoblaciones ordenadas por De Osorio, el constante alzamiento de negros, junto a la desaparición de la raza india, nos condujeron a una situación en la que las palabras despoblación, miseria, aislamiento, dispersión y contrabando describen de un modo perfecto la vida colonial de la otrora Atenas del Nuevo Mundo.

Dependíamos del “Situado”, especie de remesa que nos llegaba de México, que mantenía a flote nuestra precaria economía; como hoy se depende de las remesas de los que trabajan en Europa, o en Estados Unidos o en cualquier otro lugar del mundo, pues la migración dominicana abarca el mundo entero. Luego fuimos gobernados por las que una vez fueron tropas revolucionarias, las que envió Napoleón, de modo que fuimos franceses. Eran los tiempos de Leclerc y  Ferrand que vieron frustradas sus aspiraciones coloniales al ser vencidos por un Juan Sánchez Ramírez, quien en 1809 nos devolvió a la madre España, eso mientras el resto de Hispanoamérica se preparaba para independizarse de España precisamente.

Continuábamos despoblados, dispersos y sin caminos que permitieran crear un mercado interno, cuando pasamos a ser brevemente colombianos, al Núñez de Cáceres efímeramente declarar nuestra independencia de España en 1821 poniéndonos bajo la protección de La Gran Colombia de Bolívar; alucinación de la que Jean Pierre Boyer, el férreo gobernante haitiano, nos hizo despertar el 9 de febrero de 1822 con un formidable ejército de 12,000 hombres, que declaró abolida la esclavitud y que la isla era “una e indivisible”. El blanco Núñez de Cáceres, temeroso de los negros de al lado, nos condujo con su movimiento imprudente a los brazos justamente de aquellos. Y es tal nuestra insensatez que lo honramos con el nombre de una de nuestras principales avenidas como si hubiera hecho algo digno de elogio. Que trabajara luego en su exilio muy brillantemente en México es otra cosa, bien pero que bien distinta.

Veintidós años duró aquello; más de dos décadas siendo formalmente haitianos. Hasta que un joven intelectual, Juan Pablo Duarte, concibió una República que fuese independiente no sólo de Haití, sino de cualquier otra potencia. Su costo personal: el destierro, la miseria y el olvido de un pueblo demasiado preocupado por su pobreza y luchas intestinas a las que fuerzas anti nacionales le obligaban sin cesar. Fuerzas que lograron su despropósito un 18 de marzo de 1861, anexando la joven república a España.
Sí, otra vez a España: Pedro Santana, entregó “a su buena amiga, la Reina Isabel II, la adhesión unánime de un pueblo pacífico y trabajador, y el regalo magnífico de un pueblo sin periódicos y sin abogados”, es decir, sin prensa libre y sin intelectuales. Pero su alegría duró escaso tiempo, pues a poco, las afrentas de los españoles y las desilusiones de su régimen que aumentó la miseria, hicieron que el pueblo dominicano se alzara en armas para defender con su vida misma la Restauración de la República.     

Pero, ahora nótese lo siguiente: después de esa guerra que devastó el país, haciendo inútil la misma, se llevó a la presidencia a Buenaventura Báez, negador consumado de la soberanía dominicana (mientras los dominicanos peleaban contra España, él aceptaba el título de Mariscal de Campo español. Y desde la presidencia intentó anexarnos o vendernos al mejor postor, incluyendo a Estados Unidos, que por escaso margen en el Congreso, votó contra nuestra colonización por razones que nada tienen que ver con nuestro aprecio). Una vez más quedaba patentizada la falta de objetivos nacionales.

Y desde ese momento se inició un período de anarquía, un continuo batallar por el poder político entre pequeños grupos y hombres de valor personal indudable que, alzados en los montes se proclamaban generales y gobernantes de horca y cuchillo. En tan sólo tres años, por ejemplo, de 1876 al 1879 tuvimos catorce gobiernos, y en el último trimestre de 1876, cuatro. Y ese estado de permanente anarquía y corrupción fue el origen de la bancarrota económica que condujo a la intervención de nuestras aduanas por los Estados Unidos. La deuda pública nos condujo a la intervención extranjera, militar, que implantó un control que hizo que hasta para hacer una acera se necesitase de la aprobación de Washington. (Pero no aprendemos; nuestros sesudos congresistas y ejecutivo no cesan de tomar prestado, pues sólo piensan en cómo salir ricos del cargo; a fin de cuentas nadie les pedirá una rendición de cuentas a nivel personal).

De modo que ese estado de anarquía permanente, y la deuda pública subsecuente, fueron las causas fehacientes de las dos intervenciones militares que hemos padecido en el presente siglo, y fue además el inmediato motivo de la tiranía trujillista. Nuestros políticos, concentrados en la defensa de sus no siempre loables intereses, pierden la visión de conjunto de la sociedad y el mundo. Al principio de siglo, verbigracia, ignoraban la política del gran garrote, que venía implementando Teodoro Roosevelt; y hoy ignoran el ambiente en el que estamos inmersos queramos o no queramos: democracia, justicia, educación, respeto y desarrollo del medioambiente, transparencia, información, participación, mejor distribución de la riqueza, etc. Nuestra clase política debería reflexionar sobre su habitual comportamiento imprudente y avaricioso, no vaya a ocurrir nuevamente la desgracia de que necesitemos una vez más de tropas extranjeras para manejar nuestras seculares pendencias.

Ahora bien; lo cierto y verdadero fue que los dominicanos, una vez eliminada la dictadura de Trujillo en mayo de 1961, con tropezones, el sacrificio de nuestros jóvenes, la contribución de muchísima gente de los más variados sectores sociales, hemos logrado crear una democracia bastante estable; de un estado dominado por generales guerrilleros, donde la anarquía y la miseria iban de la mano y que nos condujo a la noche tenebrosa de la tiranía, tenemos una sociedad mixta, industrial, agrícola y de servicios, con muchísimos problemas y carencias, pero en la que existe una clase gerencial madura que nos puede aportar quizás la necesaria disciplina que desde la colonia tanta falta nos hace; hay intelectuales reflexivos que nos crean ideales y objetivos, y también se dispone de una prensa alerta, portadora cotidiana de la libertad y soberanía popular.

La prensa juega hoy mundialmente un papel —gracias a los adelantos tecnológicos, y concretamente al Internet— que los teóricos de La Ilustración, aunque lograron utilizarla dentro de sus circunstancias magistralmente, nunca soñaron. Ella puede elevar el debate político, contribuir con fuerza inusitada a la eficacia de las instituciones, a la consagración de los derechos individuales, a la autonomía de los poderes y a la estabilidad que necesita el trabajo creador. En fin, que gerencia, intelectuales y prensa son las fuerzas rectoras de un mejor futuro, en el que tras objetivos comunes y tradición, hablemos con orgullo de una nueva nación dominicana. Acaso la ubicación y fortalecimiento de esos sectores también es válido para el desarrollo de otras naciones.

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